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La inscripción histórica del acabose. Derrida para las humanidades
Ana Sorin - FFyL-UBA/CONICET.
III Congreso Internacional de Ciencias Humanas. Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín, Gral. San Martín, 2024.
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Resumen
¿Qué sitio hay hoy para las humanidades en general, y más particularmente para la filosofía? ¿Cuál tienen, y cuál les cabe? Arrimo una hipótesis que requeriría un trabajo más amplio y exhaustivo, que de momento necesita cierta cuota de benevolencia: el sitio que les toca es angular y están siendo interpeladas como hace mucho tiempo no sucedía, acaso desde las décadas 60 y 70 del siglo pasado. A propósito de esa referencia no podré aquí sino ofrecer un retrato reduccionista, ciego a los matices, pero por esos años el panorama filosófico estuvo espoleado por un marcado interés por lo humano como capacidad de agencia. La existencia humana se caracterizaba por no ser lo que era (mecanismo, biología, espacio) y ser lo que (aún) no era: tiempo. “Un proyecto” que se quería libre y se asumía responsable para pensar una vida en común emancipada. En efecto, se trata de traducciones no siempre fidedignas. Pero por sesgada que haya sido la interpretación kojèviana de la Fenomenología de Hegel –que asimismo bebió de un Heidegger también muy simplificado–, es innegable que ciertas formulaciones, aun si no tan justas con la letra de los textos, tuvieron hondas resonancias intelectuales y políticas. Por estas latitudes, Astrada, y luego Kusch y Dussel, que pretendieron desplazar el tamiz europeo del pensamiento heredado, punto pueden ser leídos compelidos por un viento afín a aquel retrato: el del apremio de pensarse, particularmente ahí donde las fronteras entre teoría y práctica se develaban porosas. Pero la actual interpelación a las humanidades es de otra factura. Antes que alojar promesas asoma a propósito de una muy clara alarma, en cuanto testimonia la impasible marcha de una serie de procesos y transformaciones que parecen írsele “de las manos”. Es cierto que ni el vaticinio del fin del mundo ni la “sensación” de aceleración del tiempo son inéditas (“todo lo sólido se desvanece en el aire” plasma muy sensiblemente una experiencia de la modernidad bajo cuyas coordenadas vivimos aún hoy), pero es difícil no leernos tocando cierto punto tangible mas inmanejable de sofocación. El avance de la inteligencia artificial, la crisis ecológica y el ascenso de las extremas derechas (con discursos negacionistas, cuando no directamente neofascistas) son algunas hebras de un presente que se siente al borde del abismo, en el ascenso de una cresta de crisis insostenibles. Las humanidades y la filosofía en particular tienen no poco para decir, pero “el brío” (y por lo tanto, el tipo de respuesta que siga a aquella interpelación) es infinitamente más modesto y recatado al de la época que he tomado por espejo. No es que la llamada a lo humano como agencia y proyecto haya quedado sencillamente demodé o añeja, es que resuena inverosímil. Esto último se debe –aunque sea en parte– a que es desde hace décadas la opción de muchxs señalar que los desastres ecológicos, tecnología y belicismo son la realización material directa de los ideales humanistas propios de la modernidad filosófica. Y es que a aquel envión “humanista” le siguió, supuestamente, una camada de pensadores supuestamente “antihumanistas”. Por otra parte, el siglo XXI se inauguró filosóficamente con el realismo especulativo, que pretendió declinar toda correlación subjetiva en función del acceso (matemático, cualidades primarias mediante) a un “Gran Afuera” como el “advenimiento de una materia sin hombres”. Es claro que la hora de gracia del realismo especulativo pasó y parece difícil dar hoy con seguidores de Meillassoux. Con todo, hay que conceder que captura con fidelidad el Zeitgeist de los 2000 y que tuvo mucho impacto porque, aunque secundarizado, está presente en muchas líneas hoy sí en ascenso (como, por ejemplo, los nuevos materialismos). Hasta aquí me he expresado con cierto tino descriptivo. Ofrecí retratos amplios, meritorios de muchas peticiones filosóficas justas, cuya legitimidad en todo caso es fundamentalmente política. Desplazo dicha imparcialidad apuntando, primero, que acuerdo con aquel diagnóstico que entiende la crisis mentadas como realización de la modernidad filosófica. Sin embargo, me parece igual de claro que criticar al humanismo no puede pretender declinar, superar o soslayar lo humano (ni mucho menos su agencia). Que no sólo es ingenuo y malversa muchas de las críticas filosóficas que se han ejercido al humanismo, sino que les quita toda eficacia. En términos más directos, nos deja capturadxs en un presente arrolladoramente estático (combinación temible si, además, nuestra época se caracterizaba por la “impasible” marcha de las crisis: a la par que el acabose se atisba a “la vuelta de la esquina”, el presente se devela aplastante). Quisiera aportar al debate algunos elementos del pensamiento de Jacques Derrida. Mi punto de llegada a esta mesa es cuanto menos curioso, visto que la cuestión de la “alienación” no es habitualmente considerada sugerente para él. Esto es cierto, y podría decirse que se debe a que declina el precepto “identitario” o “de propiedad” que aquella trae implícito: para Derrida no hay identidad sino procesos de identificación que, como tales, no son nunca absolutamente solventes (lo que no les niega toda eficacia). La noción de suplemento desarrollada en sus trabajos tempranos ha de leerse, en esta sintonía, no como un añadido accesorio sino como aquello que devela la incompletitud estructural de lo que venía a querer suplementar. Sin embargo, y contra algunas de las recepciones que ha tenido, es importante marcar que no se trata de una crítica abstracta a la totalidad o al principio de identidad, sino de una concreta, en cuanto implica la tenaz insistencia sobre la “no contemporaneidad a sí” del presente. Es decir, no haciendo caso omiso de su raíl histórico y material, sino antes bien procurando complejizar sus dimensiones. Amén que, por decir algo, la mera noción de “historia” se devela problemática (ya que sin ir más lejos lo que distingue el mero discurrir del tiempo de la “historia” es su naturaleza espiritual), toda crítica que pretenda acusar recibo de su suplementariedad sólo puede ser “interna”. A partir de tales coordenadas se entiende que Derrida haya declinado fuertemente el antihumanismo, así como rechazado la supuesta “muerte del sujeto” : toda vez que se quiso decretar la obsolescencia de nociones hasta el momento caras a la tradición o de divisar un desplazamiento definitivo que traería una nueva “era”, él puso en duda su sola posibilidad. Más aún, señaló lo tradicional y conservador de tales arrebatos. Antes que de un ánimo polémico o de un afán por la imparidad, tiene que ver con la fisonomía de su pensamiento. Por lo mismo que es refractario a la nostalgia por una “propiedad” perdida y al deseo de autorreconocimiento, mira con descrédito esos supuestos fines últimos y comienzos inéditos. Sin ir más lejos, se debe a que repele todo inmediatismo. Lo que queda es historia, texto: en otros términos, mediación. La particularidad es que en su pensamiento –y a partir de la noción del suplemento– ésta sólo puede comenzar por el intermediario. Por eso no hay cabalmente autorreconocimiento en términos de desalienación, sino diseminación. Pero antes que la simple pérdida de sentido como desvarío, ésta mienta la sola apertura material al porvenir. Estos desarrollos implican, va de suyo, una serie de decisiones interpretativas a propósito de la propia obra de Derrida que en esta oportunidad elijo no tomar por tema (y en las que, huelga decir por si no fuera obvio, nunca podría encontrarme pensando en soledad). Mi interés en esta ocasión es compartir algunas pautas para repensar nuestra inscripción histórica, así como el sitio que cabe en ella a la filosofía. Que no haya “afuera del texto” quizá no se trate, entonces, sino de la necesidad de aprender a puntuar: a poner de relieve “vacancias” o “discontinuidades” que comiencen por devolver al presente su porosidad, su no compacticidad, que lo descubran preñado de una hondura histórica tan nutrida como inconclusa, y por tanto abierto a la reescritura (como a la acción).
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