La confianza, en tanto elemento central para la convivencia, ha sufrido mutaciones y ha caído en ambigüedades. Más allá del arco de sensaciones asociadas con la inseguridad como problemática ciudadana, sentir desconfianza es una forma de estar/vivir en la ciudad. Es decir, una manera de habitar atravesada por la incertidumbre, la confusión y el desconocimiento frente a los permanentes e inevitables contactos con desconocidos que implica, inexorablemente, la vida urbana (Cervio, 2019). Enfrentar la violencia en las ciudades desde una perspectiva de convivencia presupone identificar una tensión que subyace en el debate actual: la contradicción entre preservación y fortalecimiento del tejido social en la ciudad, por una parte, y una tendencia a la “privatización” de la vida social, por otra. Esta contradicción es particularmente relevante en la vida de las mujeres y, así, en la construcción de modos de vida que contribuyan, en definitiva, a ampliar los límites de la autonomía y a una realización plena de todas y todos que hagan posible efectivizar el conjunto de derechos conquistados en los ámbitos políticos, económicos, sociales. En la gestión del temor asociada a la movilidad urbana emerge la utilización de la tecnología como estrategia. Por su mayor accesibilidad económica y la creciente tecnologización de la vida, los teléfonos celulares parecen formar parte de nuestro cuerpo y aparato sensoperceptivo, diseminando soportes multitask, en los que las apps permiten insospechadas asociaciones (Vélez, 2019). En la experiencia urbana actualmente las mujeres lo implementan para su autocuidado, pudiendo informar a otras participantes de sus desplazamientos y circulaciones, con capacidad de compartir las geolocalizaciones en directo. Esto cobra especial relevancia en el marco de la creciente violencia que se experimenta en el continente, y de manera particular en el ámbito urbano no sólo de capitales y grandes metrópolis, sino también en ciudades medianas y pequeñas.